La campaña electoral de Andalucía nos ha regalado alguna de las joyas del pensamiento político español más profundo: «El voy a decir muy claro. Yo no quiero y no me gusta que en Andalucía la mande desde Cataluña ni que sume futuro el decida un político que se llama Albert ». Tanto las brillantes palabras de Antonio Sanz, delegado del gobierno central en Andalucía, como los entusiastas aplausos del público, muestran uno de los grandes rasgos identitarios, uno de los valores más consagrados y nobles de la identidad española: el anticatalanismo; la profunda aversión para todo aquello que provenga o tenga el más mínimo trazo catalán o que se pueda parecerse aunque sea, remotamente y por casualidad, como es el caso.
Este es un axioma que se va repitiendo periódicamente, y que a toda prisa el autor ha de acabar matizando, no para impropio o inmoral, sino porque contradice la versión oficial que afirma que nación no es más que una. El subconsciente ha traicionado demasiadas veces a políticos, columnistas y librepensadores españoles de aquellos de «adarga antigua, Rocina flaco y galgo corredor”. Presentar apasionadamente al Numancia o al Valencia como «el equipo nacional» cuando juega contra un equipo catalán; impedir que una empresa española salga del «territorio nacional», cuando se plantea su traslado de Madrid en Cataluña; fomentar las patrióticas campañas de boicot contra productos tan catalanes como Phoskitos, Schwarzkopf o Dixan, así como la inolvidable y siempre refrescante «tas alemana que catalana”, no son más que evidencias de un hecho incuestionable: ni somos españoles, ni lo hemos sido nunca, ni ellos mismos nos consideran. ¿Por qué continuar, pues, con esta pantomima?
Quizás sea porque nosotros no hemos necesitado un Estado propio para sabernos catalanes. No hemos dejado de ser, a pesar de la supresión de nuestra soberanía. Pero un español es otra cosa. El español necesita de un Estado propio para saber qué es. Si desapareciera el Estado, con él desaparecería la identidad que la acompaña, como ocurre con todos los Estados artificiales, frutos de milenarias quimeras.
En fin. Finalmente nos acabaremos entendiendo. De la misma manera que un español de bien no quisiera nunca jamás que un catalanito casual guíe el destino de su nación, se les hará comprensible y razonable que nosotros no nos queramos oír gobernados desde fuera de Cataluña; y menos aún para gente que se considera a sí misma como el arquetipo del español auténtico y castizo puro, cuando en realidad no lo son tanto; aunque lo parezcan remotamente y por casualidad, como es el caso.
Albert Pont
Presidente del Cercle Català de Negocis
La data de publicació és: 23-03-2015